viernes, 16 de enero de 2009

Amar como el Ñandú

enviado por
pasillos@hotmail.com

a Alejandro Sokol

Buenos Aires era una mancha parda más, mezclada con las sombras céntricas, en plena noche. El aire iba impregnándose de olores a cervezas vacías y comidas rápidas en el reducto de la esquina de Estados Unidos y la 9 de Julio. Los cientos de voces suburbanas entrelazaban alguna que otra frase coherente mientras se amenizaba la espera. Eructos despiadados y risotadas que saltaban el cerco, hacían distraer los minutos y las horas.

Mientras tanto, irrumpiendo en lo perverso de la oscuridad, balizas azules de los autos policíacos, distorsionaban el opaco del asfalto en espirales, apenas a cien metros de la tribu que hablaba y reía.
De pronto, y tras un pasillo largo de penumbras, llegó un hombrecillo, con un bolso pequeño, de los viejos, de aquellos típicos de club barrial de los años 70. Vestido apenas discretamente y con un corte de cabello rapado al ras, este hombrecillo detuvo su andar para beber del pico de la botella ámbar, tras agradecer por el ofrecimiento del brebaje a aquellos pibes que con ansia esperaban el recital en el club “Cemento”.

Corría 1995, un junio frío de aguaceros… La copiosa lluvia molestaba un poco, pero no llegaba a mojar e inundar como la noche anterior, en que el recital programado debió suspenderse para el día siguiente porque los caños de desagüe no dieron abasto tras semejante tempestad.

Este hombrecillo, sin jamás abandonar su gastado bolsito de mano, levantó temerosamente su rostro, saludó como uno más y se metió a Cemento sin pagar entrada ni mostrar credencial alguna. Unas cuatro horas más tarde de lo estipulado en el boleto de ingreso, el club era un hervidero a pesar del frío reinante afuera. Una hoguera humana en pleno invierno. El calor de los cuerpos, el crepitar de las palmas, el griterío, los cánticos, las banderas… Segundos más tarde las guitarras, la batería, las voces al unísono… y en medio del escenario, aquél hombrecillo simple convertido en antihéroe. En Capitán América del tercer mundo, disfrazado de Oruga, de Tucán, de Astroboy, de Ñandú, invitando a caminar con él un pasillo largo, o un sendero de victoria tras una procesión yéndose a confesar.

“Movete, si ya estás en el cielo…” entonaba este hombrecillo salido de la escuela rockera del más rockero de los rockeros que éstas pampas habían visto hasta entonces. Quizá ahora esté zapando junto a Luca Prodan en alguna parte, compartiendo veinte minutos de felicidad.

Cerca de las cuatro de la mañana, esos pibes que saltaron toda la noche junto a los pibes-de-unos-cuantos-años-más que estaban arriba del escenario, se fueron a sus casas. Se llevaron consigo una ola musical que les refrescó la mente -en vivo- sobre cuál era el soundtrack de sus vidas en ese momento.
Las Pelotas supieron aunar en tribu a esas ovejas perdidas que no soportaban la música de plástico que pasaban las radios de moda. Aquellos antihéroes montañeses le susurraron al oído las cosas que esos pibes pensaban y sentían, y que no podían decir ni contar. No existían palabras para semejantes dudas y dolores.
Y Sokol cantaba esas dudas y dolores. Y cantándolas les ponía un haz de luz mortecina a las sombras más profundas de aquellas pequeñas almitas transpiradas y llenas de preguntas sin respuestas. Preguntas irresolutas que clavaban un dolor sordo en lo más recóndito del alma. Y Sokol decía que “no te engañes como yo, que quise tomar por presa al cazador”.
Y al cantar las penas, pues éstas ya no dolían tanto. Entonces los pibes se animaban a enfrentar los fantasmas más impresionantes, y a las Sombras más profundamente oscuras. Y a las lagunas negras por cruzar, que ya no parecían tan peligrosas después de que el Bocha les dijera “no hay miedo desde aquí, no vayas a explotar…Es todo tan violento, pero no dejes de mirar…”

Supongo que se habrá cansado de repetir. Supongo que finalmente se habrá cansado de soportar tanto veneno. Quizá entendió que tanto anhelo, pues, lastima. Y allí fue, herido en sus manos, despegando sin querer dar dolor… Sabiendo que uno se puede alejar enormemente de sí mismo, pero al fin y al cabo, lo que realmente se ama, es imborrable…

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