De Floresta a Villa Fiorito, arriba del micro de una murga porteña. Cachenge y Sudor. Roja la cara, amarillo el corazón, verde los pulmones, de arpillera la levita. Sus personajes no tienen filtro. Son más murgueros -¡todavía más!- en el fondo del colectivo. Acaban de poner patas arriba el corso de Floresta. Y no cualquiera: el tablado del Olimpo, ex centro clandestino de exterminio, transpiró con ellos el desfile, el saludo, la crítica, su juego “Elige tu propio locura”, su glosa de los 500 años, su retirada rabiosa.
Y recién subidos al micro, transpirados por la agitación, no cesan. Gritan desaforados, jeden, beben sin miramientos de botellas y termos. No preguntan qué hay. Ni cuánto hasta que se acaba y los cánticos piden más. Su apetito es insaciable, pero más aún es de murga.
Vamos camino a Villa Fiorito. Un corso conocido por ellos. Le susurran al cronista: “Ya vas a ver cómo se pone de salado ahí”. Entonces, llegamos –porque este escriba se pondrá pilcha prestada, una levita, una remera roja y a la pista-, y los murgueros hacen previa en la esquina misma del corso al llegar.
A una cuadra de donde termina el asfalto de Fiorito sur, espera el gimnasio de un club rebozante de niños, de grandes, de madres, de pibes que zigzaguean entre la muchedumbre de adentro y de afuera. Corren con espuma, hacen puerta apoyados en los autos, escabian, gritan, ríen, putean, chamuyan, ¡apuran el carnaval!
El Pelado se pinta la cara con un espejo en la mano, detrás del micro, a una cuadra del gimnasio rebozante de carnaval que los murgueros ya espiaron y por eso se agitan y agolpan. Y apuran la previa con un poco más de esto y aquello. Los que fuman, los que no, los que toman, los que no. El Pelado se acerca y me pinta. Es genial. Se hace un sector de pintura porque llega Uchi, y también la Gringa, pidiendo no sé qué. Quién es garabateado en su rostro sostiene el jarrito donde el artista de ocasión embebe el pincel. Somos un par con los mentones apoyados en un atril imaginario. No movemos la cara, solo los ojos y la boca. Cantábamos "larairas".
El cronista está listo pero más lista y al dente está la murga. La otra murga, la que la precedía terminó su show y se acerca por la calle. Hay abrazos y reencuentros. Botellas y besos, y una advertencia: “Adentro tiembla loco”.
Entonces, apurados por un adelantado de la organización, los percusionistas de Cachengue hacen punta y se van metiendo en el gimnasio rebasado de carnaval. Reagrupando otra vez a cada lado del rectángulo techado, a los costados de un escenario de dos metros de altura, las caras del barrio que nos verán pasar, bailar, delirar.
Retumba, adentro retumba todo. Las murgueras –siempre ellas-, desfilan adelante con las mascotas, los más pequeños. Tiran pasos, la coreografía que idearon para este año. El estandarte y la bandera roja, amarilla y verde adelante. Detrás de las pibas, los hombres que ensayan pasos leves, invitan con la cara y los gestos a cerrar filas con la murga. Y el gimnasio tiembla cuando la percu desata la clave, son como metrallas ¡puru pu-pum! ¡puru pu-pum!
Así de resonante, como un llamado murguero a zarpar hacia algún lado. ¡Activan! Es como si con el movimiento se quitasen de los hombros, la cuerda que los maniataba. Los dedos de los pies bancan la parada de ese cuerpo que se ondula y flamea colores. Las piernas bambolean el esqueleto del ekeko al que le cuelgan sonrisas de todos los barrios donde patearon noches, lucecitas de colores, tinglados. Como esta noche aquí dentro, bajo el techo del gimnasio del barrio.
Baila la murga así. Evangelizando el carnaval. Llevando la plegaria flaca de la gorda alegría. La del carnaval.
El Pelado que me pintaba ahora está en el escenario. Junto a las pibas y dos locos más, ¿o son tres? Se permite darse la propia bienvenida "al barrio donde nació y creció Diego... Diego Armando Maradona". Y los murgueros aplauden tanto o más que la gente. Los murgueros de arriba gritan vivas, los de abajo aplauden tanto o más que la gente.
El cronista no puede precisar quiénes habían tomado la voz cantante porque deambulaba por ahí abajo con los demás murgueros. Y el sonido del micrófono no era claro, o los pibes hablaban rápido. Era de esos sonidos de los que entendes dos de las últimas cuatro palabras que dijo el que habla hace... un segundo. Agarras al vuelo tres de esas palabras y las queres acomodar, y como la última palabra que escuchaste la ubicas primera, marchaste. Pero aunque no armas la frase, algo le sacas, con suerte.
Y sale la crítica. Es sobre el gobernador de la ciudad de Buenos Aires. El ritmo de la canción en con El Hijo de Cuca, de Pocho La Pantera. "La educación privada... Mauri se preocupa". Algunos del público la siguen, otros solo bailan y aplauden, otros miran ¡Nada más y nada menos! ¡Miran con ojos, ojazos, pequeños, miran! Hay murgueros pasan sin mirar a quién, y hay otros que se quedan frente a esos que solo miran. Se parapetan frente a ellos y juegan a intentar envolverle la mirada con la propia.
"Cuando te clava la vista y te canta un murguero, no le esquives la mirada... te quiere envolver"
Y es un juego muy divertido, que termina en mueca o en sonrisa, y ya está. Entonces el murguero se abre paso entre los otros a la caza de más ojos y sonrisas. Quienes de los murgueros aún no saben la letra -como este cronista, obviamente-, se escabullen por el medio. Hacen mímica discreta, entre los que bailan. Es fantástico ir hacia quiénes sí saben la letra y apoyarse en sus hombros, apenas sonriente. O correr en cámara lenta. Tomarse la cabeza y abrir la boca. O directamente, hacer algo así como un payaso. Para ello, en lo que intentó incursionar quiene esto escribe, lo ayudaron la iimpunidad de unos anteojos que le prestó El Barba.
Fiorito estalla, adentro y afuera del gimnasio. En el desfile, en la crítica, en la matanza, con niños colados ahí, donde el carnaval se da la jeta contra el piso de las baldosas de cualquier barrio. Cachengue suda su matanza, paso previo a la retirada. La pintura transpira por la cara empapada.
Afuera, una vez afuera, detrás de los destellos que dejó un rato de carnaval, los niños se acercan a dar besos, entre murgueros que se abrazan. Una madre pide “le regalen esos anteojos”. Se le regala, y promete conservarlos para toda la vida. Un pequeño a su lado pregunta “¿Cuándo vuelvan?”. Y antes de encontrar respuesta, pide: “Vuelvan”.